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Sobre
Córdova y su muerte, fragmentos en el
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Capítulo
17.
ARAR
EN EL MAR (Plowing the sea)
Páginas 523 a 550 de libro
Bolívar, Libertador de América. De Marie
Arana.
Debate. Penguin Random House.
Julio 2019
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Nadie
es grande impunemente: nadie de escapa,
Al
levantarse, de las mordidas de la envidia (1)
Simón Bolívar
…
Páginas 536 y 537
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En agosto, mientras Bolívar
estaba de nuevo en Guayaquil y La Mar se había esfumado en las márgenes de la
historia, Córdova andaba suelto por los ricos y verdes valles del noroeste de
Colombia, su tierra natal. Con poco más de trescientos seguidores (68) comenzó
una campaña para derrocar a Bolívar. Se acercó al general Mosquera, firme
partidario de Bolívar, en la falsa creencia de que podría reclutarlo para su
causa (69); trató de convencer al rebelde Obando para que recobrara su postura
sediciosa. Le escribió a Páez (70) felicitándolo por su espíritu separatista y
pidiéndole apoyo. Córdova había sido incomparablemente valiente en el pasado;
de hecho Bolívar lo había honrado
con una de las coronas enjoyadas (71) que el Perú le había dado tras la
victoria en Ayacucho. Pero Córdova también era impulsivo y egoísta. Pensando
que repartiría la república en pedazos —Venezuela para Páez, Ecuador para
Flores y Nueva Granada para él—, y pensando también que un ejército era todo
cuanto necesitaba para gobernar un país, Córdova encarnaba la esencia de un
espejismo militarista (72) que persistiría hasta el siglo XXI. Para él,
bastaba gobernar con la fuerza bruta, no para el pueblo. Era un talante necio,
atávico y colonial, y estaba destinado al fracaso.
Pero Bolívar apenas tuvo la oportunidad de responder
a la insolencia. No estaba bien al verse con Córdova en Pasto seis meses
antes, y Córdova se percató de su evidente deterioro. Enfermó de nuevo al
llegar a Quito: estaba tan débil y emocionalmente abrumado cuando vio a Sucre
que apenas pudo hablar: lloró como un bebé (73). Sin embargo, continuó con su
agotador cronograma: dictaba decenas de cartas al tiempo, administraba la
república, negociaba con el Perú y se movía afanosamente de un punto
problemático a otro.
Estaba decidido a negociar una paz sólida (74).
Sabía que los peruanos esperaban que los invadiera y se comportara como el
buscapleitos que querían que fuera; él quería probarles que se equivocaban. Sin
embargo, poco después de su llegada a Guayaquil a finales de julio (75), el
Libertador cayó en una crisis mucho más grave que cualquiera de las que había
experimentado. Estaba delirante, delgado como un pájaro, incapacitado y escupía
negro (76). Dijo que era un ataque pasajero de bilis negra, de origen gástrico,
pero cualquiera podía ver que se trataba de una batalla desesperada por
sobrevivir que claramente comprometía sus pulmones (77).
… …
… Páginas 558 a 550
Cuando Páez anunció la secesión, Bogotá ya se había
hecho cargo de la rebelión de Córdova. Urdaneta había enviado a O’Leary con mil
curtidos veteranos a cazar a Córdova en las colinas de las afueras de Medellín
(134). Lo encontraron en Santuario con una banda heterogénea de trescientos
hombres, una coalición precipitada de artesanos, estudiantes y campesinos. El
rebelde Córdova se daba cuenta de que su pequeña milicia improvisada no sería
rival para las legiones de Colombia. Al acercarse las tropas del ejército se
comunicó con O’Leary, apelando a su vieja amistad, con la esperanza de convencer
a sus antiguos compañeros de pasarse a su lado. Tomando la provocación por lo
que era, O’Leary ordenó un ataque a gran escala. Córdova luchó ferozmente, pero
no tenía esperanzas contra esa endurecida máquina de guerra. Sus rebeldes se
dispersaron asustados. Gravemente herido, Córdova logró arrastrarse hasta el
amparo de una choza cercana. Al enterarse de ello, O’Leary se apresuró a actuar
(135): le ordenó a uno de sus mercenarios más intrépidos, un reconocido
borracho de nombre Rupert Hand (136), tomar el escondite por asalto y derrotar
al rebelde. El irlandés irrumpió en la pequeña choza, encontró a Córdova
tendido en el suelo agonizando y lo despachó fácilmente con dos golpes de su
espada137.
La efímera rebelión aclaró las cosas. Guerreros
audaces con criterio propio como Córdova, que alguna vez habían sido la sangre
de la revolución, se habían convertido en la desgracia de la república de
Bolívar. Marcados por dos décadas de guerra, parecían irregularmente mal
preparados para la paz: los campos de batalla se habían convertido en sus
tribunales definitivos. Y se había llegado a esto. Un general muy querido
estaba muerto y, por lo que al mundo respectaba, Colombia estaba devorando a
sus héroes tal como Saturno había engullido a sus hijos (1389: uno a uno,
incluso mientras recién asomaban amenazando derrocar a su padre. Para Bolívar
era una verdad insufrible. Sus patriotas morían a manos de sus pares,
devorándose entre sí como caníbales. Los políticos del país se radicalizaban
unos contra otros. Al final se le culparía de todo a él139. El
correctivo de O’Leary contra Córdova había salvado la unión, pero envenenado
también el alma de la patria. El tormento de esa realidad pesó sobre Bolívar
hasta que se cristalizó en forma de una escueta conclusión140:
Colombia ya no valía la pena. Bolívar le escribió a su ministro de Interior'141
aconsejando que se dividiera la república en tres estados independientes:
Venezuela, Colombia y Ecuador. Añadió que después de la asamblea constituyente
en enero de 1830 partiría hacia costas extranjeras.
Pocos se opusieron. En Bogotá, los engranajes de la
política zumbaban ahora libremente; parecía haber cada vez menos paciencia para
Bolívar. En Caracas la rabia contra él, dirigida por su antiguo amigo Páez, era
flagrante. Los grafitos llenaban las paredes acusando al Libertador de
hipócrita, tirano y traidor a sus compatriotas142. La mentira de que
instauraría un trono, fantasma inventado por sus enemigos y extrañamente
acogido por sus seguidores, había caldeado las pasiones hasta un punto febril.
Cuando Páez declaró que se iría a la guerra contra Bolívar si tenía que hacerlo
(143), los municipios comenzaron a vetar a Bolívar de modo que no volviera a
pisar tierra venezolana.
Después, todo sucedió rápidamente. El diplomático
estadounidense Wilham Henry Harrison fue expulsado bruscamente de Colombia por
sus escandalosos intentos de entrometerse en asuntos internos. La delegación
francesa se fue indignada, al igual que su homologa inglesa. Cuando el
Libertador entró a la capital por última vez el 15 de enero de 1830 (144),
apenas se alzó una voz de bienvenida. Colgaban banderines festivos en las
calles y cuatro mil soldados flanqueaban el camino, pero el pueblo estaba
siniestramente silencioso, como si se avecinara una calamidad (143). Hubo
salvas de cañones, coros musicales y, sin embargo, lo que vibraba en el aire no
era júbilo. Cuando finalmente apareció Bolívar, se le veía diminuto,
esquelético: era un espectro exangüe de ojos apagados y voz difícilmente audible
(146). Era evidente para todos que el Libertador ya no era de este mundo (147).
Su aflicción era palpable. Perdido en sus pensamientos, disminuido por la
fatiga, hizo el último viaje hacia el palacio presidencial.
(Fin del capítulo)
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