miércoles, 10 de junio de 2020

Sobre Córdova y su muerte. Fragmentos en el Capítulo 17. ARAR EN EL MAR (Plowing the sea) del libro !"Bolívar: Libertador de América". De Marie Arana. Debate. Penguin Random House. Julio 2019

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Sobre Córdova y su muerte, fragmentos  en el
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Capítulo 17.
ARAR EN EL MAR (Plowing the sea)
Páginas 523 a 550 de libro
Bolívar, Libertador de América. De Marie Arana.
Debate. Penguin Random House. Julio 2019


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Nadie es grande impunemente: nadie de escapa,
Al levantarse, de las mordidas de la envidia (1)
Simón Bolívar
… Páginas 536 y 537
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En agosto, mientras Bolívar estaba de nuevo en Guayaquil y La Mar se había esfumado en las márgenes de la historia, Córdova andaba suelto por los ricos y verdes valles del noroeste de Colombia, su tierra natal. Con poco más de trescientos seguidores (68) comenzó una campaña para derrocar a Bolívar. Se acercó al general Mosquera, firme partidario de Bolívar, en la falsa creencia de que podría reclutarlo para su causa (69); trató de convencer al rebelde Obando para que recobrara su postura sediciosa. Le escribió a Páez (70) felicitándolo por su espíritu separatista y pidiéndole apoyo. Córdova había sido incomparablemente valiente en el pasado; de hecho Bolívar lo había honrado con una de las coronas enjoyadas (71) que el Perú le había dado tras la victoria en Ayacucho. Pero Córdova también era impulsivo y egoísta. Pensando que repartiría la república en pedazos —Vene­zuela para Páez, Ecuador para Flores y Nueva Granada para él—, y pensando también que un ejército era todo cuanto necesitaba para gobernar un país, Córdova encarnaba la esencia de un espejismo mi­litarista (72) que persistiría hasta el siglo XXI. Para él, bastaba gobernar con la fuerza bruta, no para el pueblo. Era un talante necio, atávico y colonial, y estaba destinado al fracaso.
Pero Bolívar apenas tuvo la oportunidad de responder a la in­solencia. No estaba bien al verse con Córdova en Pasto seis meses antes, y Córdova se percató de su evidente deterioro. Enfermó de nuevo al llegar a Quito: estaba tan débil y emocionalmente abrumado cuando vio a Sucre que apenas pudo hablar: lloró como un bebé (73). Sin embargo, continuó con su agotador cronograma: dictaba dece­nas de cartas al tiempo, administraba la república, negociaba con el Perú y se movía afanosamente de un punto problemático a otro.
Estaba decidido a negociar una paz sólida (74). Sabía que los peruanos esperaban que los invadiera y se comportara como el buscapleitos que querían que fuera; él quería probarles que se equivocaban. Sin embargo, poco después de su llegada a Guayaquil a finales de julio (75), el Libertador cayó en una crisis mucho más grave que cualquiera de las que había experimentado. Estaba delirante, delgado como un pájaro, incapacitado y escupía negro (76). Dijo que era un ataque pasajero de bilis negra, de origen gástrico, pero cualquiera podía ver que se trataba de una batalla desesperada por sobrevivir que claramente comprometía sus pulmones (77).
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… Páginas 558 a 550
Cuando Páez anunció la secesión, Bogotá ya se había hecho cargo de la rebelión de Córdova. Urdaneta había enviado a O’Leary con mil curtidos veteranos a cazar a Córdova en las colinas de las afueras de Medellín (134). Lo encontraron en Santuario con una banda heterogénea de trescientos hombres, una coalición precipitada de artesanos, estudiantes y campesinos. El rebelde Córdova se daba cuenta de que su pequeña milicia improvisada no sería rival para las legiones de Colombia. Al acercarse las tropas del ejército se comunicó con O’Leary, apelando a su vieja amistad, con la esperanza de con­vencer a sus antiguos compañeros de pasarse a su lado. Tomando la provocación por lo que era, O’Leary ordenó un ataque a gran escala. Córdova luchó ferozmente, pero no tenía esperanzas contra esa en­durecida máquina de guerra. Sus rebeldes se dispersaron asustados. Gravemente herido, Córdova logró arrastrarse hasta el amparo de una choza cercana. Al enterarse de ello, O’Leary se apresuró a actuar (135): le ordenó a uno de sus mercenarios más intrépidos, un reconocido borracho de nombre Rupert Hand (136), tomar el escondite por asalto y derrotar al rebelde. El irlandés irrumpió en la pequeña choza, encontró a Córdova tendido en el suelo agonizando y lo despachó fácilmente con dos golpes de su espada137.
La efímera rebelión aclaró las cosas. Guerreros audaces con criterio propio como Córdova, que alguna vez habían sido la sangre de la revolución, se habían convertido en la desgracia de la república de Bolívar. Marcados por dos décadas de guerra, parecían irregularmente mal preparados para la paz: los campos de batalla se habían convertido en sus tribunales definitivos. Y se había llegado a esto. Un general muy querido estaba muerto y, por lo que al mundo res­pectaba, Colombia estaba devorando a sus héroes tal como Saturno había engullido a sus hijos (1389: uno a uno, incluso mientras recién aso­maban amenazando derrocar a su padre. Para Bolívar era una verdad insufrible. Sus patriotas morían a manos de sus pares, devorándose entre sí como caníbales. Los políticos del país se radicalizaban unos contra otros. Al final se le culparía de todo a él139. El correctivo de O’Leary contra Córdova había salvado la unión, pero envenenado también el alma de la patria. El tormento de esa realidad pesó sobre Bolívar hasta que se cristalizó en forma de una escueta conclusión140: Colombia ya no valía la pena. Bolívar le escribió a su ministro de Interior'141 aconsejando que se dividiera la república en tres estados independientes: Venezuela, Colombia y Ecuador. Añadió que des­pués de la asamblea constituyente en enero de 1830 partiría hacia costas extranjeras.
Pocos se opusieron. En Bogotá, los engranajes de la política zumbaban ahora libremente; parecía haber cada vez menos paciencia para Bolívar. En Caracas la rabia contra él, dirigida por su antiguo amigo Páez, era flagrante. Los grafitos llenaban las paredes acusando al Libertador de hipócrita, tirano y traidor a sus compatriotas142. La mentira de que instauraría un trono, fantasma inventado por sus enemigos y extrañamente acogido por sus seguidores, había caldea­do las pasiones hasta un punto febril. Cuando Páez declaró que se iría a la guerra contra Bolívar si tenía que hacerlo (143), los municipios comenzaron a vetar a Bolívar de modo que no volviera a pisar tierra venezolana.
Después, todo sucedió rápidamente. El diplomático estadou­nidense Wilham Henry Harrison fue expulsado bruscamente de Colombia por sus escandalosos intentos de entrometerse en asun­tos internos. La delegación francesa se fue indignada, al igual que su homologa inglesa. Cuando el Libertador entró a la capital por última vez el 15 de enero de 1830 (144), apenas se alzó una voz de bienvenida. Colgaban banderines festivos en las calles y cuatro mil soldados flanqueaban el camino, pero el pueblo estaba siniestramente silencioso, como si se avecinara una calamidad (143). Hubo salvas de cañones, coros musicales y, sin embargo, lo que vibraba en el aire no era júbilo. Cuando finalmente apareció Bolívar, se le veía dimi­nuto, esquelético: era un espectro exangüe de ojos apagados y voz difícilmente audible (146). Era evidente para todos que el Libertador ya no era de este mundo (147). Su aflicción era palpable. Perdido en sus pensamientos, disminuido por la fatiga, hizo el último viaje hacia el palacio presidencial.
(Fin del capítulo)
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